25 de abril de 2018

¿El cambio, o el cambiazo?

No paro de oir, a cuenta de todo este show mediático que nos proporcionan los medios de comunicación por las continuas y cansinas campañas electorales de cualquier parte europea y allende los mares que ya dura como un millón de años, eso de "el cambio". No hay candidato, la opción política carece de toda importancia, pero quien sea que no se presente sin el palabro como consigna básica. Pero en qué consiste o consistirá ese cambio es lo que nadie explica; y parece que tampoco nadie está muy interesado en preguntar.

Porque ¿qué cambio? ¡Si son los de siempre con idéntico equipaje pero distintos caretos! ¿Qué cambio? ¿El cambio climático?, ¿el cambio de bando?, ¿el cambio de divisas?

Si echamos un vistazo a quien más habla y enarbola las supuestas banderas de "el cambio", no hay que ser analista político para ver que el cambio es el cambio de careto, porque yo otro cambio no veo por ningún sitio. O como mucho, el "cambio" será que ahora los políticos deben ser estrellas mediáticas más que conductores y gestores de las cosas públicas; y más que de elecciones políticas parece que estemos de insospechado jurado de un premio cinematográfico y debemos valorar no nuevas ideas, que no hay ni se las espera, sino más bien quién da mejor a cámara, o quién logra mayores picos de audiencia en tal o cual programa... Y todo parece indicar que en vez de a elecciones políticas estamos votando al TP de Oro, al premio Fotogramas del año, al Oso de Berlín y al Oscar mundial.

No sé ustedes, pero yo estoy muy aburrida de todo esto. Y cuando la ciudadanía se aburre, le da por pensar maldades. Y si además de aburrirse ya se cabrea, la ciudadanía puede ser el más fiel enemigo de sí misma. Porque cuando alguien está aburrido y cabreado, se la pela todo y lo que le sale de dentro es mandar a tomar por saco a quien sea, porque ya se nota que mucho que nos están tomando el pelo con estos macro shows mediáticos que tan cachondos ponen a los periodistas y que les ayudan a hacer horas de tv y radio sin mucho esfuerzo y sí mucho regocijo personal para sus propias carreras. Y entonces a la ciudadanía, que buscando información se encuentra el Circo del Sol versión politiqueos, acrobacias y brillos sin fin pero un circo al fin y al cabo, le surge lo de "ya de perdidos al río" y putear con sus votos soberanos a esos que nos amargan la existencia. Y ver cómo se matan entre ellos. ¿Nos dan el cambiazo del circo por la política, como en tiempos de los romanos? Pues mientras no se les pase la tontería a algunos, es lo que hay. No olviden comprar palomitas o salir a dar un paseo largo, muy largo, porque como espectáculo deja bastante que desear.

No deja de ser del todo vergonzoso que la política se haya convertido en una pura telenovela y, lo que es peor, patrocinada con dinero público. Pero tampoco nada de eso es nuevo y si cada uno de estos aspirantes a la galería de premios de "político revelación del año", "mejor político de reparto" , "bocachanclas del año", "político inútil pero qué gracia tiene el jodío", "político experto en donde dije digo digo diego", "político me lo llevo calentito y encima me indigno si me pillan" y demás categorías se pagase sus cosas con sus propios ahorros o patrocinadores conocidos, tipo estrellas del deporte, pues bueno, pues vale. Pero es que ni siquiera se libran los que alardean de financiar sus carreras políticas con solo aportaciones de "anónimos" simpatizantes; pues oiga, qué bien relacionado está usted y qué bien instalados en el euro tienen que estar esos simpatizantes para poder costear una campaña electoral nacional. Porque eso cuesta muchos millones, de los cuales una gran parte está presupuestada como gasto público pagado por todos; y respecto a "generosas aportaciones de simpatizantes" pues qué quiere que le diga, que en este país, como en cualquier otro del mundo mundial, nadie da duros a pesetas y si pones dinero en algo es para que te sea devuelto y con intereses. Simpatizantes sí, tontos del culo va a ser que no.

Por otra parte ¿para qué y por qué se siguen haciendo esas macrocampañas electorales de recorrer el país como compañías de teatro itinerantes con su obra, con agravante de reparto gratuito de banderitas y banderolas, gorras y bolígrafos y regalos varios? ¿Cómo es que en el siglo de las tecnologías y la búsqueda de vida en Marte seguimos con ese modelo de campaña del siglo XIX? Pues por algo muy simple que los políticos-actores saben, y que no es otra cosa que ese gusto de las gentes por ver de cerca a quien sale y ve continuamente en la tele. Da igual que sea un político, un cantante, un concursante de Gran Hermano o un perro que toque la armónica; la curiosidad es más fuerte que cualquier otra cosa y ahí pica todo el mundo, y de ahí que el modelo de campaña electoral siga siendo el mismo de hace dos siglos. Queremos sueldos del siglo XXI pero campañas políticas del XIX. La nostalgia nos puede.

Es lo mismo que ahora se ve tanto, que es llamar a cualquier trasto viejo no por su nombre y sino por el sobrenombre de "vintage". Ahora cualquier cosa vieja es vintage y hasta se pagan fortunas por muebles rotos y apolillados que nuestros abuelos tiraron muy justamente a la basura. Es decir, lo de siempre: el cerebro humano es lo que es y no se puede luchar contra ello, y cuanto más rápido parece que se avanza y más cómoda es nuestra vida, nos entra el pánico vital y más nos empeñamos en volver a modelos ya desechados, apolillados y fracasados y, el afán de "nosotros somos más listos y ahora haremos lo mismo pero mejor " nos puede. Y si a eso le unimos la poca por no decir nula educación histórica que se recibe en los colegios (y universidades) sobre la convulsa historia de Europa y del mundo, pues ya tenemos el cóctel perfecto y de ahí que se presente n como "el cambio" cosas e ideas que son más antiguas que el asar la manteca.

Pues vale, pues bueno, pues me alegro. Bienvenidos a la "política vintage": lo mismo pero más caro.

23 de abril de 2018

Parador de Lorca, en el castillo

Exterior del parador
Llevaba meses queriendo publicar esta entrada, porque estuvimos en el parador de Lorca a finales del año pasado, justo para pasar allí la Nochebuena; habíamos encontrado una promoción bastante buena que incluía alojamiento y desayuno, además de la cena del día 24 de diciembre, así que no lo dudamos y decidimos irnos allí a pasar una Navidad algo diferente. Además yo había pasado por Lorca unas cuantas veces pero no conocía la ciudad en la que nació mi abuelo, con lo cual nos pareció la ocasión perfecta de conocerla por fin.

El parador se encuentra en el punto más alto de la ciudad, en su castillo, así que sobra decir que las vistas desde allí sobre toda la ciudad son simplemente espectaculares. Eso sí, si sois de los que os mareáis en el coche, advierto que la subida hasta allí por esa carretera no son muy aptas para mareos. Una vez arriba, sólo tenemos que franquear la barrera que hay en la entrada y soltar el coche; para descargar el equipaje te dejan aparcarlo durante unos minutos en el espacio que hay junto a la entrada principal, y después ya debes dirigirte a la zona de aparcamiento, que está en la parte trasera del edificio.

En recepción comprobaron los datos de nuestra reserva, nos indicaron cuáles eran nuestras habitaciones y nos dieron las llaves, así que sólo tuvimos que dirigirnos a ellas para descargar nuestro equipaje y acomodarnos. Éramos cuatro personas y habíamos reservado dos habitaciones dobles, las dos exactamente iguales como suele ser habitual en los paradores (a veces varían en cosas pequeñas pero por lo general las del mismo tipo suelen ser muy parecidas). Al entrar, a la izquierda teníamos un armario bastante grande con cajonera, varias baldas, ropa de cama y almohadas de repuesto, perchas y caja fuerte; y enfrente, es decir al entrar a la derecha, el cuarto de baño, también bastante grande, con una encimera de dos lavabos, bañera, el espacio del inodoro y el bidé separado del resto por una puerta de cristal, y como siempre una bandeja con gel y champú, loción hidratante, acondicionador para el pelo, jabón, etc., además de dos juegos completos de toallas.

A continuación del armario teníamos un escritorio con la televisión, el mueble bar debajo, una silla y al lado, en un rincón de la habitación, una especie de saloncito con una mesa de centro y dos sillones muy cómodos; encima de la mesa nos habían dejado un par de bastones de caramelo, de esos que tienen rayas rojas y blancas, con un cartel en el que nos deseaban felices fiestas. Por último, el resto del espacio lo ocupaba la habitación propiamente dicha, con dos camas enormes casi juntas, una mesilla de noche a cada lado, la ropa de cama blanquísima y un ventanal muy grande que daba a la entrada principal; y las camas comodísimas, por cierto. La decoración era muy sencilla, con la ropa de cama como he dicho, blanca, y algún toque de color en los cojines encima de las camas y en la pared del cabecero, que estaba pintada de un tono verde claro. En contraste, todos los muebles eran de madera oscura.

Como siempre en los paradores, el aparcamiento está incluido en la tarifa, así que se puede aparcar dentro del edificio sin ningún problema; por aquella zona además no hay muchas más posibilidades, porque el castillo se encuentra bastante alejado del centro de la ciudad. No es que esté a mucha distancia pero la subida sí es muy pronunciada, por lo que lo más práctico es subir y bajar en coche. La conexión wifi también es gratuita, y además la señal llegaba bastante bien a las habitaciones; aunque la usamos poco, fue lo suficiente para comprobar que funcionaba bien. Al ser miembros del programa "Amigos de paradores", pudimos disfrutar de una consumición en la cafetería del parador; y como estaba incluido en nuestra tarifa, también disfrutamos de la cena de Nochebuena, que fue simplemente espectacular; además Encarnación, la persona que nos estuvo atendiendo y sirviéndonos la cena, fue encantadora. Y a la mañana siguiente, para rematar, terminamos el disfrute con el desayuno, que como siempre en los paradores es una maravilla; como es habitual, es de tipo buffet libre y un montón de cosas para elegir, desde zumo de naranja a varios tipos de bollería y de pan, embutido, huevos, fruta, yogures, cereales, café y leche, y como siempre una selección de productos típicos de la zona.

En este caso no tuvimos circuito de spa como cuando nos alojamos en el parador de La Granja, pero sí pudimos pasar un rato por la tarde en la piscina, que tiene toda una pared acristalada y desde la que hay unas vistas preciosas de toda la ciudad y, justo debajo de nosotros, de los restos arqueológicos que se encuentran en el subsuelo del castillo. En cuanto al precio de la estancia, ya sabemos que hay muchas opciones de páginas en las que poder cacharrear para localizar diferentes opciones, aunque en el caso de los paradores yo siempre suelo mirar en su propia web, ya que al ser miembros del programa Amigos de Paradores se suelen encontrar ofertas bastante interesantes. Por último, si a alguien le apetece explorar el entorno del castillo, hay visitas organizadas en las que se puede ver una sinagoga del siglo X, un aljibe, restos de muralla y la alcazaba del castillo, llamada fortaleza del sol.

Como siempre digo, la experiencia de alojarse en un parador sin duda suele merecer la pena porque por lo general son edificios con historia, hasta ahora siempre me he encontrado con personal muy amable, las habitaciones son muy acogedoras y cosa rara en mí, suelo dormir siempre muy bien, y desde luego sólo por esos desayunos ya amortizas la estancia porque son una maravilla. Así que por ahora yo sigo con mi objetivo de ir probando todos los paradores de la red, que son unos cuantos y me temo que la tarea me llevará un buen rato...

20 de abril de 2018

St Denis, en el barrio latino de Montreal

Imagen: web del hotel
Después de pasar por Quebec y sus alrededores, durante el viaje de vuelta hacia Toronto teníamos pensado parar en Montreal para visitar también esta ciudad. Aquí también nos plantamos a la aventura, sin haber reservado alojamiento; siguiendo los consejos que leímos por el camino en nuestra guía, decidimos acercarnos al hotel St-Denis, que está en un barrio muy bien comunicado. Esta vez tuvimos incluso más suerte con el aparcamiento, ya que en la misma puerta del hotel había sitio; nos dirigimos a la recepción para preguntar si tenían libre una habitación doble para tres noches, y como nos dijeron que sí, nos quedamos allí directamente.

La dirección exacta del hotel es calle St-Denis 1254. Es un edificio de cinco plantas, cuadrado y con ventanas en los cuatro lados de los cuatro pisos en los que se encuentran las habitaciones; intuyo que todas las habitaciones deben de ser exteriores, ya que por la pinta que tenía el interior no parece que haya un patio central ni nada por el estilo. Lo primero que encontramos al entrar fue el mostrador con la recepción, no demasiado grande y con acceso al comedor y a la sala común, donde tenían un rincón para ver la televisión o leer la prensa. El suelo en todo el edificio es de moqueta aunque se veía todo bastante limpio. La gente que nos atendió siempre en recepción eran chicos bastante jóvenes; supongo que eran estudiantes que se habían buscado un trabajillo, porque además la zona universitaria no está demasiado lejos, así que podría ser perfectamente.

La habitación que nos dieron era de las de la última planta; a la entrada, a la derecha, tenía el cuarto de baño, no demasiado grande pero suficiente para nosotros, con bañera, inodoro y lavabo, además de las típicas cosillas que te suelen poner a modo de recibimiento como gorros de baño, peines, vasos para los cepillos de dientes, pastillas de jabón, gel, champú, secador de pelo... A continuación estaba la cama, bastante grande y con una mesilla de noche a cada lado, y que por cierto nos resultó comodísima; y una cosa que me llamó muchísimo la atención fue que en la pared del cabecero había un marco enorme de Ikea; lo gracioso es que habían colgado el marco tal cual, sin haberle puesto ninguna lámina y sin haberlo siquiera desenvuelto del plástico. A la derecha de la cama estaba la ventana que da a la calle principal del hotel; pensé que no conseguiríamos pegar ojo, pero a pesar de la zona tan animada en la que estábamos, no escuchamos ni un ruido.

Enfrente de la cama había, en el lado izquierdo de la pared, un armario bastante grande con almohadas y mantas de sobra; y en el lado derecho, desde el armario hasta la pared de la ventana, una encimera en la que estaban la televisión, el mueble bar, un par de sillas y una cafetera. Hay varios tipos de habitaciones en el hotel, pero la que cogimos nosotros fue una doble estándar; lo digo porque ya sabéis que los precios pueden variar, aunque como siempre, para eso están las páginas de comparación de precios o incluso la propia web del hotel. Aquí no tuvimos la suerte de que organizaran visitas guiadas gratuitas como en el hotel en el que nos alojamos en Quebec, pero como estuvimos allí tres días pudimos ver bastantes cosas por nuestra cuenta.

En todo el edificio había conexión wifi gratuita, y el hotel también tiene aparcamiento, situado en el sótano, y que se paga por días. No llegamos a utilizarlo porque en las calles de detrás solíamos encontrar sitio sin problema; el único detalle que hay que tener en cuenta es que debes quedarte con la copla de lo que indican las señales: en algunas aceras no se puede aparcar ciertos días de la semana o del mes a ciertas horas, y en otras no se puede a otras horas distintas y otros días distintos (me tocó recordar a toda pastilla los nombres de los días de la semana y de los meses en francés, que los tenía medio olvidados). Y en Canadá son de lo más puntillosos con esto de las normas, así que si te pasas de listo y aparcas donde quieres, lo más probable es que te pongan una multa o que la grúa se lleve tu coche.

De cualquier manera, la elección de este hotel me pareció muy acertada, tanto por el precio al que nos salió como por la zona en la que se encuentra, bastante cerca de los puntos de interés del centro de la ciudad. Con lo cual creo que, con bastante probabilidad, volvería a elegirlo.

18 de abril de 2018

Cuadernos canadienses (VI): alrededores de Quebec

Además de recorrer el centro histórico de Quebec, también tuvimos ocasión de dedicarnos uno de los días a visitar unos cuantos lugares que están en los alrededores de la ciudad. Y para aprovechar mejor el tiempo, lo que hicimos fue ir a primera hora al lugar que nos pillaba más lejos, para después ir retrocediendo, de nuevo en dirección a Quebec, dejarlo a nuestra espalda y poner rumbo a Montreal, que sería nuestra siguiente etapa.

Centro de recepción de visitantes de Sept-Chutes
El primer sitio al que nos dirigimos fue el Parc régional des Sept-Chutes, que está a unos 54 kilómetros de Quebec. El recorrido es muy bonito, ya que va todo el rato paralelo a la orilla del río San Lorenzo, dejando a la izquierda el monte Sainte-Anne, y llega un punto en el que deberemos tomar un desvío que nos hará adentrarnos en el cañón Sainte-Anne, hasta el parque; el último tramo es una carretera estrecha, toda rodeada de bosque y árboles. A la entrada del parque paramos para que nos informaran de los recorridos, dejamos el coche un poco más adelante y ya nos dispusimos a patear; no pateamos el parque entero, lógicamente, porque es enorme, pero por si a alguien le interesa, se puede pasar allí más tiempo del que lo hicimos nosotros porque hay zonas donde acampar y también un refugio.

Hay también varias rutas senderistas para elegir, todas ellas de dificultad baja o media, que van desde los 2 kilómetros de la más corta a los casi 7 de las dos más largas; así que dependiendo del tiempo que cada uno tenga para pasarlo allí, puede decantarse por unas u otras. También existe la opción, si no nos apetece caminar, de tomar un trenecito que lleva hasta una de las cataratas, donde se puede cruzar al otro lado utilizando un puente de madera y cuerdas que por cierto se mueve bastante y que a mí me recordó a una película de Indiana Jones. Aunque sin duda lo más espectacular, y que es lo que le da el nombre al parque, son las siete cataratas; son siete saltos de agua que aquí aprovecharon para construir, allá por los primeros años del siglo XX, una central eléctrica que también se puede visitar.

Las cataratas
Por supuesto, puedes pasar en el parque todo el tiempo que quieras; siempre teniendo en cuenta que si coges el tren, deberás estar pendiente de los horarios de vuelta, a no ser que quieras hacer el recorrido inverso caminando, claro. En cuanto a la opción de acampar allí o de utilizar el refugio, nosotros no lo hicimos pero con lo organizados que son los canadienses, y teniendo en cuenta que la acampada libre allí no se estila, como conté al hablar de nuestra excursión a Algonquin, estoy casi segura de que habrá que ponerse en contacto con ellos para reservar sitio con antelación. En cualquier caso, dejo aquí el enlace para poder realizar las reservas para la acampada, porque el de reservar alojamiento en el refugio no he conseguido localizarlo por ningún sitio.

Después de haber pasado en el parque la mayor parte del día, nos pusimos de nuevo en marcha; volvimos a tomar la misma carretera por la que habíamos llegado, y después de desandar el camino llegamos, en algo menos de media hora, a la basílica de Sainte-Anne-de-Beaupré, que es muy famosa por estos lares; en primer lugar porque al parecer los muchos peregrinos que la visitan encuentran aquí la cura para sus enfermedades, y en segundo lugar porque Santa Ana es la patrona de Quebec, "cargo" que ostenta en compañía de San Juan Bautista.

Basílica de Sainte-Anne-de-Beaupré
Es un  templo neorrománico, con planta en forma de cruz latina, y la altura de sus dos torres es de casi 100 metros, con lo cual resulta bastante espectacular cuando estás justo frente a ella. De largo también tiene los mismos metros, pero en este caso no se aprecia igual que la altura, ni mucho menos. Los relieves de su fachada son para pasarse un buen rato observándolos, ya que incluyen imágenes de la vida de Santa Ana con todo lujo de detalles; y en su interior hay varias capillas, aunque la más destacada es la de la Inmaculada Concepción (que era la madre de Santa Ana), y también unas cuantas más pequeñas dedicadas a otros santos. Como curiosidad, tenemos también en el interior del templo una copia de La Piedad de Miguel Ángel.

Por último, hicimos una pequeña parada en la cascada de Montmorency, la más alta de toda la provincia de Quebec, con sus 83 metros; de hecho es incluso más alta que las de Niágara, que yo siempre había pensado que serían altísimas hasta que al verlas en directo me di cuenta de que espectaculares desde luego sí son, y mucho, pero no las más altas de Canadá. La de Montmorency se encuentra en la desembocadura del río que comparte nombre con la propia cascada y con el parque en el que está.

Aquí también hay varias opciones, como ir subiendo hasta el puente para ver la cascada desde lo más alto, para lo cual hay unos cuantos tramos de escaleras con miradores en los que podemos ir parando; o bien coger el funicular que nos lleva desde la base, donde está el lecho del río, hasta el punto más alto, donde se forma la cascada. En cualquier caso, la verdad es que las vistas son increíbles, y desde lo más alto del puente se puede ver perfectamente incluso toda la ciudad de Quebec, que está tan solo a unos 14 kilómetros de aquí.

Funicular en Montmorency
A estas alturas ya se nos empezaba a hacer un poco tarde, así que hacia las 6 más o menos decidimos ponernos en marcha hacia Montreal; el trayecto hasta allí era de algo más de 250 kilómetros y con el límite de velocidad de las carreteras canadienses nos iba a llevar un rato, así que preferimos no tener que llegar allí muy de noche por si no teníamos tanta suerte con encontrar hotel como en Quebec.

16 de abril de 2018

Las Farolas, hotel rural en San Rafael

Imagen: web del hotel
Este fin de semana pasado asistimos al evento anual de recreación histórica La Hispania de los vikingos, que desde hace unos años tiene lugar en el pueblo segoviano de El Espinar. Como mi hermana y yo hace poco tiempo que formamos parte del mundo de la recreación y aún no tenemos tienda vikinga para poder hacer noche en los campamentos, pero nos apetecía pasar allí el fin de semana con el resto de miembros de nuestro grupo, Bjørnland hird, decidimos buscar alojamiento por la zona.

No hubo suerte en El Espinar, y además justo para ese fin de semana los precios de los pocos hoteles que quedaban libres estaban por las nubes; pero como íbamos a ir al evento en coche, no nos importó buscar también por los alrededores. Hasta que dimos con Las Farolas, un hotel rural que en un principio nos pareció que estaba bastante bien, como finalmente fue.

El hotel es facilísimo de encontrar, porque está en la calle del Apeadero, 1, y esta calle hace esquina con la avenida principal, que es la que cruza el pueblo y por la que pasamos tanto si venimos desde Segovia como si lo hacemos desde Madrid por el alto del León. Justo al lado tenemos el cuartel de la guardia civil, así que no tiene pérdida; y tanto en la calle principal como en la del propio hotel se puede aparcar sin ningún problema. El edificio al parecer es muy conocido en el pueblo, porque hace años pertenecía a Telefónica (supongo que serían las típicas construcciones que antes hacían algunas empresas para alojar a sus trabajadores), y cuando dejó de utilizarse con este fin, se llevó a cabo una rehabilitación pero respetando el exterior tal y como estaba en su día. Y además de construir el hotel, en el propio edificio hicieron también un restaurante.

La entrada puede hacerse por cualquiera de las dos puertas que hay en la fachada, la del restaurante o la del hotel, porque el mostrador de recepción está justo separando las dos zonas. Allí nos atendió una mujer encantadora, que comprobó los datos de nuestra reserva y nos dio la llave de nuestra habitación, una llave de las de toda la vida con llavero enorme, de esos que es casi imposible perder. El hotel tiene un total de 9 habitaciones, todas ellas en la primera planta, y por cierto no hay ascensor así que toca subir andando; lo digo por si alguien tiene problemas de movilidad, que sepa que lo tiene un poco complicado...

Nuestra habitación era la 106, no excesivamente grande pero con el espacio muy bien aprovechado; al entrar teníamos en la pared izquierda dos camas, casi juntas y con una mesilla de noche a cada lado; enfrente un escritorio con la televisión, un espejo, una silla y un banco al lado; y la ventana, que daba justo a la calle lateral. Junto a la puerta de la habitación, totalmente a la izquierda, estaba el cuarto de baño, con bañera, inodoro y lavabo, además de una cestita con varios artículos de aseo, y un mueble bajo el lavabo con toallero y una balda; por supuesto, dos juegos completos de toallas, incluida una más pequeña para colocar en el suelo a los pies de la bañera. Y en el espacio entre el baño y las camas, un armario de madera con dos puertas, y delante de él un sillón que quedaba un poco apretado porque ya digo que la habitación no era demasiado grande, pero que nos vino estupendamente.

La decoración me gustó mucho porque era muy sencilla, en plan rústico, todo con muebles de madera y tonos amarillos, naranjas y rojos, pero nada llamativo ni con excesivas florituras. El suelo además era de madera (menos en el cuarto de baño), que es un material que me resulta muy acogedor. Las camas comodísimas y a pesar de que el hotel se encuentra en una calle de mucho tránsito, las ventanas aíslan genial y no escuchamos prácticamente ni un ruido en las dos noches que pasamos allí; casi se oía más a los vecinos de las habitaciones contiguas, aunque hay que decir que tampoco nos tocó gente ruidosa.

Cuando hicimos la reserva sólo estaba disponible en internet la opción de alojamiento, pero preguntamos en el restaurante y nos dijeron que podíamos hacer allí cualquiera de las comidas que quisiéramos, con cargo a nuestra habitación sin ningún problema; al final sólo cenamos la noche del viernes y desayunamos tanto el sábado como el domingo, pero desde luego la tostada de pan con aceite que nos pusieron la recomiendo porque estaba riquísima. Y sin duda la mejor de la estancia fue el personal, amabilísimos todos ellos y encantadores. Como además en San Rafael ya están más que acostumbrados a recibir visitantes para el evento vikingo, tanto recreadores como turistas, nos estuvieron preguntando qué tal había estado la cosa este año; también nos encontramos con algunos recreadores más en el hotel, y las caras de la gente cuando nos veía salir vestidos de vikingos fue una de las cosas más divertidas del fin de semana.

En resumen, un hotel muy bien ubicado, una habitación acogedora, un personal muy amable, una estancia que nos salió muy bien de precio... Totalmente recomendable, sin ninguna duda.

11 de abril de 2018

Cuadernos canadienses (V): centro histórico de Quebec

Castillo Frontenac
Ya contaba, cuando escribí sobre el hotel en el que nos alojamos en Quebec, que en el precio de la habitación estaba incluida una visita guiada por el centro histórico de la ciudad (según nos dijeron en recepción, esto lo hacen gratis durante los meses de julio, agosto y septiembre). Así que lo que decidimos fue hacer el recorrido con guía y, si nos quedaba algo pendiente, ver el resto de cosas por nuestra cuenta. Todo lo que vimos en el casco histórico lo recorrimos caminando; las distancias no son excesivamente grandes y además merece mucho la pena callejear por la ciudad. Y como hay muchas zonas que son peatonales, lo mejor es olvidarse directamente del coche y patear, ya que a no ser que tengamos pensado ir a algún sitio a las afueras que nos pille algo más lejos, está todo muy a mano.

Uno de los aspectos más llamativos de Quebec, o al menos esa fue la impresión que yo me llevé cuando fui, es que al pasear por ella tienes la sensación de estar en Europa, más que en América; y como curiosidad, esta ciudad a orillas del río San Lorenzo es además la que tiene las calles más antiguas, y la única que se encuentra amurallada, en toda América del Norte; de hecho en algunos de los tramos de muralla, que por cierto es totalmente peatonal, se pueden ver todavía los cañones que antiguamente defendían la ciudad.

Catedral de Notre Dame
El centro histórico de Quebec, conocido como Vieux Quebec, lo conforma el espacio que se encuentra en el interior del recinto delimitado por la muralla; y este espacio además está dividido en dos zonas, llamadas Haute Ville (ciudad alta) y Basse Ville (ciudad baja). La ciudad alta es la zona más céntrica, y la primera que nosotros visitamos porque teníamos el hotel justo aquí; en ella están los edificios más famosos y también un área comercial y muchas calles peatonales por las que merece la pena perderse para explorar sus rincones. Por supuesto, de todos esos edificios famosos, el más conocido es el castillo Frontenac, que como buen castillo está (aquí además rizando el rizo) en la parte alta de la ciudad alta. Hoy día es un hotel, aunque si el presupuesto no te da para alojarte en él, siempre puedes pasear por sus jardines, desde los que hay unas vistas increíbles de toda la ciudad justo a tus pies, o tomar algo en la terraza de su cafetería.

Paseando por la ciudad alta
Muy cerca del castillo se encuentra la place d'Arms, donde entre otras cosas se coge el funicular que une las ciudades alta y baja; aunque si lo prefieres, también hay escaleras para hacer el recorrido "a mano", como fue nuestro caso. Y como no podía ser de otra manera en una ciudad de influencia francesa, no falta en esta zona la catedral de Notre Dame, una de las más antiguas del continente americano aunque su aspecto exterior no tiene nada que ver con las del mismo nombre que están en París o Reims, por ejemplo. Y en contraste con el exterior, tan sencillo y austero, el interior es totalmente espectacular, con algunas zonas recubiertas de oro que hacen la catedral muy luminosa. Cerca de ella nos encontramos una tienda que me resultó muy curiosa, porque aunque estábamos en pleno verano, todos los artículos que vendían estaban relacionados con la Navidad: guirnaldas, adornos para el árbol, muñecos de nieve, todo tipo de iluminación... Y también en la ciudad alta está el restaurante más antiguo de Quebec, Aux Anciens Canadiens, en una casita pintada de rojo y blanco que parece de cuento.

Aux Anciens Canadiens
Tanto si vas caminando como si decides coger el funicular, lo siguiente que puedes visitar es la ciudad baja, que incluye todo el entramado de calles que rodean al antiguo puerto y tiene una extensión bastante grande. Hoy día es una zona muy animada, con un montón de tiendecitas, cafés y restaurantes, galerías de arte, y por supuesto parques; y es que en general Canadá es un país muy verde, vayas donde vayas. Cómo no, una parada obligatoria es el puerto y el recorrido por el paseo marítimo. Aunque sin duda lo más conocido de la ciudad baja es la place Royale, que es no sólo su centro neurálgico sino también el lugar en el que se reunían sus habitantes; más o menos como las típicas plazas del mercado que se encuentran en muchas otras ciudades. Y además tenemos en ella un detalle muy curioso: un trampantojo en el que aparecen, pintados en la fachada de uno de los edificios, varios personajes históricos que se integran perfectamente con el resto del entorno.

Esta parte baja de la ciudad da perfectamente para pasarse unas cuantas horas callejeando por allí y descubriendo cosas, no sólo tiendas o restaurantes, sino también museos, ya que hay varios; es difícil decidirse, sobre todo si no tienes mucho tiempo, pero creo que el Muséé de la Civilisation puede ser una opción buena si tenéis dudas.

Camuflada en el trampantojo de la place Royale
Por último, podemos visitar también el barrio que se encuentra fuera del Vieux Quebec, es decir, al otro lado de la zona amurallada, y al que se conoce con el nombre de Grande Allée. Su edificio más conocido es la Assemblée Nationale, la sede del Parlamento Provincial, un palacio enorme en cuyas fachadas podemos ver esculturas que representan a personajes relacionados con la historia de la ciudad.

En esta zona hay una calle, siempre muy animada, que lleva el mismo nombre que el barrio. Paralelo a ella nos encontramos el Parc des Champs de Bataille, un lugar histórico, ya que fue aquí mismo donde el ejército francés se rindió en 1759 y entregó las llaves de la ciudad a los británicos. En la actualidad es, como su propio nombre indica, un parque; y además de ser enorme es para mi gusto uno de los mejores puntos de la ciudad, sobre todo si lo que te apetece es respirar tranquilidad a raudales.

En la ciudadela
También aquí cerca tenemos la antigua ciudadela (Citadelle), una fortificación que defendía la ciudad de los ataques. Lógicamente en la actualidad no se utiliza para menesteres defensivos, pero sí podemos recorrerla y visitar las trincheras, los barracones, e incluso ver a los típicos guardias reales que llevan el mismo uniforme que los que hay en el palacio de Buckingham de Londres; y si tenemos suerte, es posible que también tengamos ocasión de ver el cambio de guardia.

Como veis, Quebec tiene unas cuantas cosas para ver y de las que poder disfrutar. Hay algunas otras que, como decía al principio, están un poco más a las afueras; de ellas hablaré en otra entrada.

9 de abril de 2018

Fuego o hielo

Imagen: MeMe
No en todos los sitios de este planeta se da la sucesión de estaciones, pero donde se da, una cosa que parece clara es que la preferencia sobre invierno o verano no es tan personal y voluntaria como nos parece, y sí tiene mucho que ver con ese dicho popular que dice tal que "no eres de donde naces, sino de donde paces".
Es decir, nuestro cuerpo tiene memoria de las condiciones climáticas que lo rodean, sobre todo en la infancia y la juventud, y debido a complicados sistemas bioquímicos se nos queda el termostato vital en un corto recorrido que es lo que se podría llamar "temperatura de confort", y los amplios cambios que se alejen de esa medida no nos resultarán agradables.

El clima y sus condicionantes, o lo que se llama coloquialmente "el tiempo", nos lleva a tramitar nuestras vidas y armarios por los vaivenes estacionales y, además, el invierno o el verano varían según la latitud que nos toque, ya que no es lo mismo el invierno frío de Burgos que, siendo frío, no llegará a ser tan frío como el de, por ejemplo, Helsinki; lo mismo pasa con el verano, que no es lo mismo un verano en Pontevedra que en El Cairo.

En latitudes templadas, donde los cambios de temperaturas son medianamente razonables, tiene su encanto esa transición de estaciones; y si bien a todos nos gusta el calor de veranito y lucir cuerpo y cuerpazo en camiseta o vestidos de finos tirantes, resulta que se da el axioma invariable de que hasta todo lo bueno cansa, y entonces, por mucho que nos guste tomar caipiriñas en el chiringuito de la playa o beber del fresco botijo bajo la reconfortante sombra de la casa familiar, también el calzarse las botas y ponerse un buen abrigo puede ser reconfortante. En realidad, todo tiene su encanto.

El problema de ambas estaciones es solo uno y es el viento. El viento hace que el verano no llegue a ser todo lo reconfortante que debería, y en invierno puede ser una tortura. Y hablo de viento, de ese que estás en la playa y te tienes que poner una chaqueta a la par que te quitas las arenas que se te meten en los ojos y en la boca; o el mismo, pero en invierno, que hace que se volteen los paraguas o que, la casualidad no lo quiera, caigan las tejas de los tejados sobre desprevenidos viandantes. También hay una cosa tan rara como injusta, que vemos que nos cuentan como "desgracia" en los noticiarios sobre el tiempo, y es que parece que esto de que luzca el sol a todas horas es algo maravilloso y fenomenal y el único efecto metereológico deseable y, sin embargo, que llueva es una lamentable tortura que se nos cuenta como si fuera una desgracia bíblica que hay que soportar con paciencia y resignación. Y eso cala en el respetable público que, sin pararse a pensar salvo cuando por la sequía no le sale agua del grifo de la cocina, no se da cuenta o se le olvida eso que estudian nuestros herederos en el colegio y que es tan importante como vital, que se llama el ciclo del agua. Del que dependen nuestras vidas.

No digo yo ahora que si anuncian lluvias sea obligatorio dar saltos de alegría, como sí se hace cuando se anuncia sol radiante; pero hay un realidad de la vida que no se puede obviar y es que lo de los días soleados está estupendo, nadie lo duda, pero como no llueva apañados vamos. Personalmente, soy más de cielos nublados que de grandes jornadas soleadas, ya que mucho sol me agobia y el calor no me sienta nada bien; pero tampoco el frío invernal me entusiasma nada, por lo que ni verano ni invierno. Yo me quedo en el otoño como mejor época del año, esa época en la que las horas del día son espaciosas, se van alternando días soleados y nublados, con lo que supone de belleza un paisaje otoñal, en que la naturaleza va cambiando en inauditos colores. Tampoco está mal la primavera, y eso de ver florecer los arbustos y contemplar el inexorable crecimiento de los capullos.

Ejem, por favor, que no se me ofenda nadie; por capullos me refiero a los brotes de plantas y plantitas, árboles y arbolitos y matojos varios, no es nada personal y que nadie se dé por aludido... El caso es que tanto el verano como el invierno son los periodos del año de más consolidación estacional, en los que menos cambios climáticos se producen y solo queda disfrutarlos o padecerlos mientras que, sin embargo, la primavera y el otoño son una continua transición de colores, olores, nubes, sol y chaparrones y, desde mi punto de vista, es tan entretenido como apasionante verse inmerso en esos cambios constantes. Pero todo cambio debe tener un periodo de descanso y por eso existen, donde existen, las estaciones de invierno y verano, un periodo vital donde todo parece pararse y establecerse para darnos un también merecido descanso mental a tanto cambio que nos rodea y del que muy pocas veces somos conscientes.

Aunque mi preferencia es más invernal, hay que reconocer que se pueden llevar mejor los calores veraniegos que los fríos invernales, además de ser una estación más económica y barata, pues ante el verano nos tomamos un helado y nos ponemos tres trapos y sandalias y ya estamos alimentados y vestidos, mientras que en invierno hay que hacer acopio tanto de aporte calórico alimenticio como de varias capas de ropa y todo se hace más lento, mas incómodo y, por qué no decirlo, más caro. Pero la tranquila degustación de un café irlandés frente al calor chisporroteante de una chimenea también tiene su encanto, no me digan que no. Por tanto, aunque mi particular biología y sistema bioquímico corporal se encuentran más estables en clima frío, hay que reconocer que el veranito es más cómodo y llevadero y, además, la gente está más contenta y divertida y no como cuando llueve que, no sé por qué, hay tanta gente a la que se le amarga el carácter y no te saluda ni en el ascensor, como si cada vecino con el que coincide fuera el culpable de que no luzca el sol...

Bueno, no importa; todos tenemos nuestras manías...

5 de abril de 2018

Hôtel du Vieux-Québec, a los pies del castillo

Imagen: web del hotel
En uno de mis viajes a Canadá, decidí reservar unos cuantos días para visitar algunas ciudades que están más alejadas de Toronto, en la que vivía entonces mi hermana. La idea era llegar hasta Quebec, que es la que pilla más lejos, y una vez allí ir retrocediendo hasta llegar de nuevo a Toronto; y ya puestos, nos fuimos a la aventura sin haber reservado alojamiento ni nada. Pasamos por un chiringuito de alquiler de coches que hay cerca de casa de mi hermana, de los vehículos que tenían disponibles elegimos un Toyota Corolla, y nos pusimos en marcha camino de Quebec muy temprano, ya que eran unos 800 kilómetros los que teníamos por delante.

Como el camino es largo y da para mucho, aprovechamos para ir leyendo en nuestra guía viajera qué cosas se pueden visitar en Quebec; le echamos también un vistazo al apartado de hoteles y fuimos descartando hasta quedarnos con los que más nos convencían, porque en el centro histórico de la ciudad hay muchos y la verdad es que casi todos tienen una pinta estupenda. Al llegar allí, lo que hicimos fue buscar un sitio más o menos cercano donde dejar el coche y nos fuimos hacia el Hotel du Vieux Québec, que fue el que más nos había gustado; si no encontrábamos habitación, seguiríamos probando con los demás de la lista.

El hotel se encuentra más céntrico imposible, concretamente en la rue Saint-Jean 1190; esto está a un paso del castillo Frontenac y la plaza Real, dos de los principales sitios de la ciudad. Allí le preguntamos al chico de recepción, que hablaba indistintamente inglés y francés, si tenían alguna habitación doble disponible; en un principio nos dijo que el hotel estaba completo. Pero como habíamos leído en la guía que a veces tienen disponibles algunas habitaciones del sótano (que las llaman hospitality rooms), de las que están destinadas para el personal que trabaja en el hotel, le preguntamos por si acaso colaba; como sólo teníamos pensado pasar allí una noche, decidimos que valía la pena intentarlo. Y así fue; el chico nos dijo que si no nos importaba estar en el sótano, había varias de esas habitaciones libres.

Imagen: web del hotel
El edificio del hotel es muy bonito, en plan casa antigua (por fuera, por dentro es muy moderno), con cuatro plantas más el sótano y un total de 45 habitaciones decoradas con obras de artistas oriundos de la región de Quebec. Desde la recepción se accede al comedor, a los ascensores y a uno de los salones habilitados para ver la televisión, leer la prensa o descansar; los suelos están enmoquetados y la decoración es muy sencilla.

Nuestra habitación, como decía, estaba en el sótano aunque finalmente no resultó ser tan tétrica ni oscura como yo esperaba (la foto que he puesto es de una de las habitaciones básicas, porque con mi cámara no llegué a hacer fotos en la nuestra, pero la distribución es prácticamente igual). Imagino que precisamente por estar en el sótano, y para dar algo más de luminosidad, la decoración era toda en tonos blancos, así que resultaba en realidad bastante luminosa a pesar de dar a un patio interior. También me sorprendió el tamaño, y es que la esperaba más pequeña, sobre todo teniendo en cuenta que estas habitaciones están destinadas al personal del hotel, que supongo que no vivirá allí permanentemente, salvo en algún caso especial.

Al entrar, a la derecha, teníamos el cuarto de baño, no demasiado grande pero suficiente, con bañera, inodoro y lavabo, además de un par de cestitas con varios artículos de aseo. Y también al entrar pero a la izquierda, un armario empotrado bastante grande. A continuación una cama de matrimonio, también grande, con una mesilla de noche a cada lado; a la izquierda de la cama estaba la ventana que daba al patio, y en la pared de enfrente la televisión, un escritorio con un par de sillas, un mueble bar y una cafetera.

En cuanto al precio, a nosotros nos salió algo más barato porque según nos dijo el chico de recepción, si te alojas en las habitaciones del sótano siempre te hacen un pequeño descuento. Lo único es que este tipo de habitaciones no está ofertada en la página del hotel, así que no sé si es porque ya no las ofrecen o si es que sólo lo hacen si te presentas allí como hicimos nosotros y lo preguntas por si cuela. En cualquier caso, os dejo un enlace a la web, que además tiene también versión en español, para que podáis echar un vistazo. En nuestro caso elegimos la opción de sólo alojamiento porque en el centro hay un montón de sitios donde poder tomar algo, así que no llegamos a desayunar en el hotel. Lo que sí hicimos, porque nos dijo el chico de recepción que durante los meses de julio, agosto y septiembre está incluido en el precio, fue apuntarnos a las visitas guiadas por el casco antiguo; las hacen por la mañana y son tanto en francés como en inglés. Poco más se puede pedir.

En resumen, si tenéis pensado visitar Quebec, creo que este hotel es muy buena opción: céntrico, acogedor, bastante bien de precio para la zona en la que está, con personal muy amable... Yo desde luego lo volveré a tener en cuenta si viajo de nuevo por allí.

1 de abril de 2018

Cuadernos canadienses (IV): Algonquin park

Otro de los lugares que tuve la inmensa suerte de conocer cuando estuve en Canadá fue el parque provincial de Algonquin, un sitio muy querido por los canadienses y que además creo que es de los que, pase el tiempo que pase, siempre recuerdas como si hubieras estado allí ayer mismo. Aquí intentaré recoger mis impresiones de la semana casi completa que pasamos en Algonquin, aunque me temo que las palabras se quedarán seguramente cortas...

En marcha
Antes de lanzarse a la aventura, hay que tener en cuenta que en Canadá no existe la acampada libre, así que aunque nos encontremos ante un parque natural, el más antiguo de Canadá, que por cierto tiene nada menos que 7.000 kilómetros cuadrados, no es posible visitarlo a tu aire. Seguro que os suena incluso gracioso para tratarse de un lugar lleno de lagos y bosques en los que acampar, pero hay que hacer siempre una reserva antes de plantarse allí sin preguntar. Esto puede parecer una tontería, pero la verdad es que está muy bien pensado, porque la idea es que los visitantes de Algonquin puedan disfrutar del parque pero que, al mismo tiempo, no abusen de sus recursos. Las reservas se pueden gestionar a través de la página web del parque, y también por teléfono si os apetece; últimamente también hay incluso empresas que se dedican a organizar tanto visitas guiadas como rutas de senderismo o en canoa.

Preparando nuestra zona de acampada
Si, como nosotros, vas por tu cuenta, lo único que tienes que hacer es dar tus datos, el número de personas que irán al parque y, por supuesto, las fechas en las que está prevista la visita. En el mismo momento de la reserva te indicarán si hay sitios libres en los que acampar, y es que a pesar de que como he dicho es un parque gigantesco, si todos los sitios están reservados no va a ser posible que te dejen acceder. Una vez gestionada y confirmada nuestra reserva, ya sí podremos ponernos en camino. El camino desde Toronto no es excesivamente largo, unos 250 kilómetros por la autopista 400 en dirección norte, así que en unas tres horitas (el límite de velocidad es de 100 kilómetros por hora) nos plantaremos en una de las puertas del parque, en este caso la Sur, que es la que pilla más cerca.

Atardecer junto a uno de los lagos
Más o menos todo el mundo sabe lo que hay que llevarse cuando se va de acampada a cualquier sitio: tienda de campaña, saco de dormir, esterilla, botas de senderismo, una bolsa de aseo, utensilios básicos de cocina... Pero para ir a Algonquin nos hará falta además la canoa, ya que la necesitaremos para movernos por la inmensidad de lagos que hay en el parque; y con ella los remos y también el chaleco salvavidas, absolutamente obligatorio, igual que los envases desechables o reciclables para la comida que llevemos. También nos hará falta algo impermeable, y es que en estas latitudes te puede llover aunque sea pleno verano; y por este mismo motivo, cerillas impermeables por si necesitamos hacer fuego, siempre y cuando no esté prohibido, que en algunos momentos lo está. Como además de ir por los lagos, la mayoría del tiempo lo pasaremos entre bosques muy muy espesos, es recomendable llevar un spray antimosquitos o un ungüento para después; en realidad es casi mejor llevarse las dos cosas. Si aun así se nos olvida algo, en el parque lo tienen todo pensado y en las cabañas de las diferentes entradas venden y alquilan cualquier cosa que te puedas imaginar, desde los propios chalecos salvavidas hasta incluso canoas, o cualquier otra cosa que se te pueda ocurrir y que te hayas dejado en casa.

Tarde de paseo
Una vez en el parque, tendremos que buscar las zonas señalizadas para aparcar. Allí dejaremos nuestro coche y no volveremos a verlo hasta que haya pasado nuestra estancia en Algonquin, porque durante todo el tiempo que pasemos allí nuestro medio de transporte serán únicamente nuestras piernas y en todo caso nuestra canoa. En el interior del parque no hay carreteras, ni casas, ni por supuesto paradas de metro o de autobús; todo lo que veremos serán miles y miles de kilómetros de bosque, infinidad de lagos inmensos, un laberinto de senderos y caminos, y todo lo que oiremos será el sonido de la naturaleza en estado puro, o el de los remos al deslizarse nuestra canoa por el agua. Porque aquello es tan inmenso que durante nuestra estancia allí será bastante fácil que ni siquiera lleguemos a cruzarnos con nadie más. Cuando hayamos encontrado un sitio donde aparcar, deberemos pasar por la cabaña de madera que hay en cada entrada al parque. Allí hay que hacer una serie de trámites que son obligatorios; como cuando llegas a un hotel y te registras. En este caso, los guardas forestales (los rangers que llaman allí) confirmarán la reserva, el número de personas, cuántos días, cuántas tiendas de campaña y de qué color, y en qué zonas del parque está hecha la reserva. A mí esto me pareció una exageración, pero es que me explicaron que como reservas un número concreto de días, y al pasar ese tiempo tienes que volver a la cabaña antes de dejar el parque, si los forestales ven que ha pasado ese tiempo y no has avisado de que te marchas, salen en helicóptero a buscarte por si ha pasado algo; y claro, saber a cuántas personas buscan, en qué zona iban a estar y de qué color eran sus tiendas de campaña les sirve de bastante ayuda.

Muertas después de un portage interminable
Cuando todo esto esté confirmado, en la cabaña nos dan una bolsa amarilla con la que nos tenemos que apañar durante todo el tiempo que estemos en el parque. Por eso comentaba al principio que siempre hacen mucho hincapié en que los envases de comida que lleves sean reciclables o desechables, porque en esta bolsa no puedes tirar por ejemplo envases de cristal ni latas. Y os aseguro que los canadienses son muy escrupulosos con estas normas, y a la que cualquiera se descuida le cascan una multa. Así que tú verás cómo te las compones, pero al salir del parque y deshacerte de la bolsa, en ella solo deben ir los restos que estén permitidos.

Hemos hecho todos los trámites y ahora ya, por fin, vamos a buscar el sitio en el que hemos reservado nuestra estancia. Lo suyo es saberse orientar con el mapa del parque (nosotros lo llevábamos desde casa, pero en las cabañas de las entradas también los tienen), o bien con una brújula; pero si vas en grupo, seguramente habrá más de una persona a la que se le den bien estas cosas. No es mi caso, que con los mapas aún soy capaz de orientarme más o menos, pero lo de las brújulas me supera. Esto es importante porque, una vez que te vayas adentrando en el bosque, lo más seguro es que no te encuentres con nadie a quien preguntar, a no ser que tengas la rara suerte de ver a alguien en alguno de los caminos que unen unos lagos con otros (y que en todas partes aparecen señalizados como portage), que es de los pocos sitios en los que a lo mejor, durante al menos un rato, no estás solo porque además de las zonas de acampada, el parque está lleno de rutas senderistas y es en estos cruces de caminos donde suele haber más afluencia de visitantes. Puede que el sitio en el que vayas a estar te pille más o menos cerca de la entrada del parque, o puede que te toque pegarte un buen paseo hasta llegar a él; normalmente esto será lo más probable. En cualquier caso, lo ideal es que lleves en la mochila todo lo que necesites, que te la eches a la espalda y que tengas todo el tiempo las manos libres; nosotros lo que hicimos fue ponernos directamente el chaleco salvavidas nada más llegar, y cargar con las mochilas porque las manos las íbamos a necesitar cada dos por tres. Y es que claro, para ir por los lagos la canoa está muy bien, pero cuando tienes que atravesar uno de los caminos que unen un lago con otro, no hay más remedio que echarse la canoa a la espalda y arrear con ella hasta el siguiente lago; y tener las manos libres es fundamental, porque algunos de estos portages son de unos pocos metros de longitud, pero también los hay bastante largos, incluso de varios kilómetros.

Amanecer
Si ya tienes claro dónde te toca acampar, y si ya te has orientado entre el laberinto de lagos y senderos que forman el parque, solo tendrás que buscar la señal que indica la zona de acampada; estas señales son bastante fáciles de encontrar porque suelen estar colocadas en los troncos de los árboles y tienen el fondo naranja muy llamativo y una tienda de campaña de color negro pintada encima, así que no tienen pérdida. Ahora ya solo falta "atracar" en el puerto, descargar los trastos de la canoa y acomodarse. Algunas veces, al llegar, a lo mejor te encuentras con que los que han estado antes que tú han dejado algo de "recuerdo", como una pila de ramas secas por si los siguientes necesitan hacer fuego, o algún cartel de bienvenida, o detallitos así muy canadienses que siempre son agradables y además a mí me llamaron mucho la atención porque al menos en España estas cosas no suelen ser habituales. Y lo que te encontrarás siempre siempre siempre será toda la zona de acampada limpia como una patena, sin basuras ni ningún tipo de resto de nada. Una de las primeras cosas con las que los forestales insisten hasta la saciedad es con la bolsa de la comida y la de la basura, la que te dan a la entrada; en cuanto llegues y te pongas a la tarea de acomodarte, lo más práctico es que coloques las dos bolsas en los clavos que hay en los árboles, y sobre todo que te acuerdes de volver a colocarlas en alto por la noche, antes de irte a dormir. Porque en cuanto te pongas a desembalar trastos, a montar la tienda y a sacar cosas de la mochila, aunque parezca que allí no hay nadie verás que al poco rato empiezan a asomar por allí, tímidamente, un montón de ardillas de Siberia que no te quitarán ojo de encima. Y durante el día no verás a demasiados bichos, o al menos los verás de lejos, pero por la noche cuando todo está en silencio y estás dentro de tu tienda con la luz apagada y listo para dormir, sí empezarás a escuchar todo tipo de ruidos de a saber qué animales (principalmente serán osos negros y mapaches, que son los que más abundan por la zona).

Bruma matutina
Durante los días que pases en el parque te podrás mover libremente por allí, aunque no conviene alejarse mucho de la zona en la que has acampado y desde luego no hay que salirse del área en la que se ha hecho la reserva. Cuanto más te alejes más camino tendrás que recorrer luego para volver, y si ya es un poco complicado orientarse en un lugar así por el día, no me quiero ni imaginar lo que tiene que ser moverse en mitad del bosque por la noche. Otra cosa que hay que tener en cuenta es que en mitad del parque tampoco hay duchas ni cuartos de baño propiamente dichos; lo que sí hay, repartidos por todas las zonas, son unos cubículos de madera con una tapa y un agujero en el centro, donde te puedes sentar para hacer lo que necesites. Pero lo de ducharse está complicado, aunque sí te puedes bañar en cualquiera de los lagos pero no usar jabones ni champús, y desde luego el agua está bastante fresquita incluso en verano.

Para terminar, creo que queda más que claro que la visita al parque de Algonquin es algo que recomiendo sin dudarlo ni un momento. Es increíble estar en plena naturaleza y poder observar esos amaneceres y atardeceres que parecen cuadros impresionistas; ver en su hábitat natural (a veces incluso de cerca, si tenemos suerte) mapaches, alces, ardillas, osos, colimbos, castores; y sentirse absolutamente enano ante esos paisajes tan impactantes y tan maravillosos, casi imposibles de describir con palabras, o al menos yo no encuentro las palabras adecuadas para transmitir todo lo que puede ver y sentir durante los días que estuve allí. Si alguna vez tenéis ocasión de viajar a Canadá y de visitar este parque, no lo dudéis ni un segundo. Estoy segura de que lo disfrutaréis enormemente; en mi caso, de todos los lugares que he tenido la oportunidad de conocer, Algonquin es hasta ahora uno de los que más se ha quedado en mi corazón y en mis retinas, sospecho que para siempre.

El verdadero significado de "en mitad de ninguna parte"...

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